"You can't kill me, I was born dead" - Big L
Ilustración por Juan Luis Albandea
Relato publicado originalmente en Hip Hop Life
Aspiró una larga calada para templarse el pulso. Llevaba más tiempo del que recordaba sentado en un banco de aquel patio interior, rodeado por los inmensos bloques de ladrillo de la zona oeste de Harlem. Habían pasado casi tres horas desde el ocaso y las gélidas temperaturas de febrero no animaban demasiado a salir a la calle. Por ello, nuestro hombre apenas vio pasar a un par de padres de familia que regresaban al calor del hogar, que probablemente lo tomaran por un vagabundo cualquiera y pasaran sin fijarse, al menos eso esperaba él, en su rostro. El tiempo pasaba despacio y ya había dado cuenta de casi todas sus provisiones de rama. También se había escuchado un par de veces la cinta que llevaba en su maltrecho walkman. La tensión del encargo que lo había llevado hasta allí era lo único que lo mantenía alerta. Eso y los escalofríos que de cuando en cuando lo sacudían, ya que después de pasar varias horas a la intemperie su cazadora de cuero y su gorro de lana empezaban a ser insuficientes para protegerlo del frío. Dio otra calada y aplastó el canuto en el suelo.
Se concentró entonces en su respiración, en el vaho que salía de su boca y que se desintegraba poco después de entrar en contacto con el crudo invierno de Nueva York. La mayoría de las ventanas del vecindario estaban iluminadas, pero no creyó que nadie fuera tan tonto de estar asomado a ellas cuando podían estar viendo la televisión o teniendo una riña familiar. Miró el reloj y comprobó que eran las ocho y cuarto pasadas. Si su informador no se equivocaba, su objetivo estaría a punto de salir de casa. A lo lejos escuchó los retazos de una conversación y algunas risas ahogadas. Debían de provenir de la cancha de baloncesto que había subiendo la calle. Muchos chavales de los alrededores solían frecuentarla para pasar las horas muertas fumando, echando unas canastas o midiendo sus capacidades para la improvisación.
No tuvo que esperar mucho más para ver bajar a su objetivo desde lo alto de la calle. Vestía con unos vaqueros amplios, una cazadora blanca y una gorra ladeada a juego. Caminaba a buen ritmo, absorto en sus cosas, quizá en alguna frase ingeniosa o en una letra a medio escribir. A excepción de los sonidos procedentes de la cancha, que parecían cada vez más lejanos, el barrio estaba en silencio. Nuestro hombre se colocó detrás de un seto, junto a la verja, y acarició el arma que llevaba en el bolsillo. Después de tanto tiempo a la intemperie, el tacto del acero le resultó cálido. Mientras la adrenalina empezaba a despertar sus entumecidos músculos, utilizó la mano libre para subir el volumen del walkman, para potenciar la sensación de irrealidad que envolvía la escena. Eso le ayudaría a apretar el gatillo, a verlo con la misma frialdad que un espectador ante una pantalla de cine.
En cuanto su objetivo pasó junto a la verja, salió de su escondite y empezó a disparar, envuelto en los potentes bajos de una canción que ya nunca volvería a escuchar. Unas, dos, tres, hasta nueve veces. Los proyectiles impactaron al objetivo en diversas partes de su cuerpo, que no tardó en desplomarse sobre la acera. Antes de que el humo de las detonaciones terminara de disiparse, echó a correr. El encargo estaba cumplido y la música quedó huérfana una vez más.
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